Peleas de perros en la Ciudad de México
El trato estaba hecho. Las peleas se llevarían a cabo en una zona boscosa de la delegación Cuajimalpa, en el Distrito Federal. Un joven de tez morena y torso atlético conocido como el Cinta, ayudante de varios "perreros", fue quien me condujo hasta el lugar donde sucederían las peleas clandestinas de perros, que en su mayoría serían de raza terrier por su alta resistencia al dolor.
No sabía exactamente qué hora era, pero el cielo oscuro me hacía pensar que pasaban de las diez de la noche. Caminamos varios minutos, dejando atrás las pequeñas viviendas construidas con laminas de cartón y llegamos hasta donde nos esperaba el Esmigol, quien se dedica a pelear perros desde hace más de cinco años, un oficio poco convencional.
Con la mano izquierda sujetaba la correa del Kaizer, un potente y corpulento pit bull blanco con negro que agitaba el rabo, gruñía y mostraba los dientes de manera territorial a nuestra llegada. Las manos del Cinta y el Esmigol se estrecharon en una palmada enérgica y éste último caminó unos metros en compañía de mi conecte, mismo que me hacía señas para indicar que lo esperara.
A lo lejos, el Cinta parecía pedir permiso al pitillero —como comúnmente se les conoce a los peleadores de perros pitbull—, que de vez en cuando me echaba un vistazo con cierta desconfianza. Después de algunos minutos de un diálogo que nunca pude escuchar, el perrero se me acercó para indagar sobre mi interés en las peleas de perros.
A lo lejos, el Cinta parecía pedir permiso al pitillero —como comúnmente se les conoce a los peleadores de perros pitbull—, que de vez en cuando me echaba un vistazo con cierta desconfianza. Después de algunos minutos de un diálogo que nunca pude escuchar, el perrero se me acercó para indagar sobre mi interés en las peleas de perros.
Le dije que solamente quería observar cómo se realizaban y de ser posible captar alguna imagen en foto o video, que era amigo del Cinta y era la primera vez que iba a presenciar una pelea clandestina. Se rehusó inmediatamente bajo el argumento de que no se podía, pues habría muchos riesgos para ambas partes, tanto para apostadores y perreros, como para mí, pues me podrían considerar policía infiltrado.
La desconfianza era de esperarse, ya que el maltrato animal que ponga en riesgo la vida de los mismos se castiga con sentencias que van de los dos a los cuatro años de prisión, según lo establecido por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF), en la reforma que se hizo en 2012 al Código Penal.
Dos meses antes conocí al Cinta en un parque donde acostumbraba ejercitarme. Mi gusto por los perros molosos me llevó a fijarme en los ejemplares que, religiosamente, cada tercer día el perrero llevaba a trotar por esos lares. De no haber sido por los rastros de violeta de genciana en las orejas y cuello, podrían pasar por perros comunes, pero su instinto combativo salía a flote al ver a otros canes y el aspecto físico del Cinta no era precisamente el de un veterinario. Después de algunas semanas de charlas, me confesó sobre su trabajo como entrenador de aquellos guerreros caninos.
Me explicó que la preparación física del animal juega un papel fundamental en este bisne, pues al igual que un boxeador, los perros requieren de mucho trabajo cardiovascular mediante el trote. La fortaleza del cuello y las mandíbulas se trabajan con cauchos de neumáticos que penden de arboles y de los cuales los perros deben quedarse colgados por minutos. El perro también debe desarrollar reflejos, por lo que el trabajo con la manga de ring francés es imprescindible, pues mientras el perro muerde, se le golpean las patas delanteras para que poco a poco las aprenda a esconder y así evitar posibles mordidas contrarias.
El desarrollo del instinto asesino viene después, cuando el perrero alimenta con pollo crudo al can, pues de acuerdo con las creencias de algunos pitilleros, el perro que prueba sangre una vez, querrá volverlo a hacer. El sentido de presa lo adquieren persiguiendo liebres o aves que los mismos perreros les llevan desde cachorros para que aprendan a morder a otro animal.
Después de varios minutos de tensión se llegó a un acuerdo con el Esmigol. Podría realizar pocas tomas especificas de algunos segundos de la contienda y con encuadres nada más de los animales. Una de las condiciones fue que él mismo aprobaría las fotos.
El acceso al lugar no fue fácil. El fango se hacía una plasta debajo de los zapatos y el camino era tan pequeño que solamente podía pasar una persona. Es un terreno difícil para que entre algún vehículo, pero muy favorable para la realización de estas actividades ilícitas.
Los asistentes no rebasaban la docena, entre pitilleros y espectadores. El olor a mariguana era excesivo y algunos estaban muy al pendiente de lo que realizaba, pues generalmente es un núcleo muy cerrado, discreto y todos se conocen. Asisten jóvenes que desean transgredir las barreras del orden, así como gente que se ha entregado de lleno a la clandestinidad de éste y otros actos ilícitos.
El Esmigol me dijo que nunca se hacen peleas en un mismo sitio y uno sólo se puede enterar en qué sitio se llevarán a cabo por medio de los "chivos", que son quienes corren la voz y no fallan, pues ésa es su función. Si el día de la pelea saben que la justicia anda cerca, las realizan en otro lado y ellos cumplen con avisar correctamente el lugar y la hora a los perreros.
Comenzaron las apuestas. De acuerdo con el Cinta, ese día serían de 20 mil pesos, pues los perros no eran tan buenos y no valían tanto, por lo que sólo se jugarían tres topas —como también se le dice a las peleas— para seleccionar a los canes que en meses posteriores podrían pelear contra otros con mejor ranking.
Ya amarradas las apuestas, jalaron a los primeros perros. Los dueños los acomodaron entre sus piernas y los carearon para empezar el combate. A diferencia de otros lugares donde se baña al perro con leche para comprobar que no traiga alguna sustancia venenosa en el pelo y acabe ventajosamente con su oponente, aquí se echaron a pelear sin mayor enfado.
La primera topa no fue lo que esperaban los asistentes porque uno de los canes nunca entró a combate, así que empezaron a caer los primeros 20 mil pesos a favor de los seis pitilleros que participaron en las topas. Los gruñidos que en un principio parecían un buen presagio para los apostadores quedaron en la evasión del combate y chillidos faltos de coraje. Las mofas hechas por los espectadores ansiosos de sangre hacia los dueños de los perros comparaban la cobardía de aquellos animales con un déficit de testosterona en sus dueños.
Llegó el turno de Kaizer, quien después de que el Cinta lo careara, se impulsó con sus patas traseras para morder por el cuello a su oponente y comenzó a sacudirlo con violencia. Los gruñidos de los perros, trabados por la fiereza de sus mordidas, enardecían al público que apoyaba a su favorito entre palabras altisonantes y algún toque de mota forjado ahí mismo.
"¡Sacúdelo, sacúdelo! ¡Párese cabrón!", gritaban los presentes apoyando a los perros. Para ese momento ya mostraban la fiereza de la batalla en el cuello, donde el rojo de la sangre podía verse aun en el pelaje negro del contrincante del Kaizer, que también traía un tajo en una oreja y otro más grande encima del olfato.
Pasaron diez minutos y la pelea seguía pareja. Los perros estaban parados sobre sus patas traseras, aferrándose al contrario con la ira descargada en los ojos y las mandíbulas, jugándose la vida por su dueño y buscando la victoria a como diera lugar.
Finalmente el negro cayó al suelo, agotado y con los colmillos del Kaizer enterrados en su garganta. Las patas se quedaron quietas y los gruñidos comenzaron a apagarse entre los gritos ensordecedores de los asistentes.
El triunfo fue para el perro del Esmigol, quien cuidadosamente se acercó a los dos canes con un amarrador de albañilería para destrabar las mandíbulas de su pit bull del cuerpo inerte del contrario que yacía en el suelo.
"¡A huevo, nos lo chingamos!", le decía el Esmigol a su perro. El Cinta tomó el dinero que se entregó ahí mismo y corrió a amarrar al Kaizer a un árbol para evitar líos con otros pitilleros, pues el perro seguía enfurecido y quería seguir peleando.
El perdedor se despidió y se introdujo más en el bosque junto con sus dos ayudantes para dejar el cuerpo de su animal en lo apartado del llano, pues al día siguiente nadie sabría qué había pasado y por seguridad de los perreros, en un tiempo no habrá un combate igual en este lugar.
El último combate terminó empatado. Después de 20 minutos, los perros se aislaban ante la enajenación de sus dueños por hacerlos entrar en combate. Enfadados por el comportamiento de la ultima topa, se realizó una pelea final, pero esta vez de dos perras terrier, que enfurecidas no esperaron el careo y se avalanzaron una encima de la otra. El combate duró más de 35 minutos, hasta que la voz del dueño de una de ellas gritó: "¡Ya estuvo, ya estuvo, cabrones! ¡Me llevo a mi perra!", aceptando su derrota.
Después de aproximadamente una hora y media de batallas, cada quien buscó el camino que le indicara la salida y como si ninguno de los ahí presentes se conociera, salimos de uno en uno sin hacer mayor alboroto de lo que había pasado.
El regreso al punto de encuentro fue caótico. El Cinta me llevó por un lugar completamente distinto al que entramos, evitando que reconociera la brecha que conducía a aquél pequeño coliseo donde pudimos presenciar el olor sanguinolento de la impunidad y la adrenalina en la clandestinidad de la Ciudad de México.
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